La irrupción del escritor norteamericano Robert William Chambers en el panorama literario de finales del siglo XIX con su libro de relatos El Rey de Amarillo (1895), provocó una verdadera conmoción dentro del género fantástico. En efecto, sus primeros cuentos rompieron los “moldes sobrenaturales” conocidos hasta entonces. Son las suyas, historias dotadas de una personalísima visión del horror que, transcurrido más de un siglo, no han perdido un ápice de intensidad.
Pero ¿qué hace tan atractivos estos relatos?
Para empezar, Chambers “juega” a su antojo con la realidad, creando una atmósfera de pesadilla cuasi onírica —si no directamente onírica— que, en muchos casos, también se imbuye de un tono alucinatorio (en este sentido nos recuerda a Gustav Meyrink, otro grandísimo maestro de esta clase de recurso narrativo).
El resultado es una lectura que nos sumerge en lo inestable, lo inseguro, lo inconcebible y, en suma, lo impredecible. Una realidad “mutada” que arrastra al lector a sentir miedo, precisamente —y éste es un aspecto claramente “moderno”—, ante la desconcertante incertidumbre, muchas veces sugerida.
Como efecto, nos vemos incapaces de discernir entre lo que es tangible y objetivo, y, por tanto, “real”, de lo completamente “demencial” e inconcebible. Uno de los mejores ejemplos a este respecto es el magistral y macabro cuento El reparador de reputaciones. Otra historia interesante es La máscara, en la cual, a través de una serie de hechos inquietantes y angustiosos (surgidos bajo una atmósfera muy parisina, en la línea de Oscar Wilde), se funden a la perfección terror y tragedia. Quizá donde el autor americano lleva al súmmum esa ambientación opresiva y marcadamente alucinatoria sea en su relato En el pasaje del Dragón.
El cuento favorito de H.P. Lovecraft, no obstante, fue siempre El Signo Amarillo. En él, una vez más, Chambers fluctúa entre dos realidades simultáneas. Poco a poco, insidiosamente, la atmósfera se torna irrespirable y opresiva (salpicada con dosis magistrales de terror macabro) hasta que el relato alcanza el clímax, preludio de un tremendo “golpe de efecto” final.
Como ya apunté en el artículo precedente, es la invención del espantoso libro El Rey de Amarillo (curiosamente una obra de teatro en verso) —que articula toda la serie—, su mayor contribución a la posteridad, hasta el punto de que, del resto de su obra, cantidad, por otra parte, tremendamente ingente (un total de 90 novelas) nada o casi nada se recuerda.
Puede que el “abandono” de este tipo de ficción tuviera algo de culpa, pero lo cierto es que Chambers, dotado de una gran facilidad para la escritura, tocó casi todos los géneros (detectives, ciencia ficción, historias para niños, novelas históricas, libretos de opereta y, su gran especialidad, la novela romántica y costumbrista, que le granjeó el éxito del público desde el principio). Por ello, no es de extrañar que su literatura fantástica quedara poco a poco arrinconada, excepción hecha —al margen del consabido Rey de Amarillo— de los siguientes títulos:
El creador de lunas (1896). Segundo libro de relatos fantásticos. El cuento que da título a esta serie está a caballo entre la novela corta y el relato largo, con una primera parte “folletinesca” e intrigante, y una segunda donde irrumpen la fantasía oriental y el terror de forma asombrosa, conformando, a la vez, un universo terrorífico, fascinante y exótico.
The Mystery of Choice (1897)
The tree of Heaven (1907)
The Slayer of Souls (1920)
Retomando El Rey de Amarillo, su actual celebridad de se debe, en gran parte (conviene recordarlo), al influjo que éste tuvo sobre el gran maestro del terror del siglo XX, Howard Phillips Lovecraft, quien, inspirado por este libro blasfemo, ideó su conocido y memorable Necronomicon —atribuido al poeta árabe Abdul Al-Hazred—, cuyos efectos devastadores sobre todo aquél que osa adentrarse en su ominoso contenido (al que aguarda la muerte o la locura), lo dotan de un halo no menos espantoso que su predecesor, El Rey de Amarillo.
Es bien conocida la increíble repercusión que el espantoso Necronomicon ha tenido (y, de hecho, tiene en la cultura de nuestros días, cuya maligna atracción sigue fascinando a una legión de apasionados de todo el orbe). Ríos de tinta, versiones de toda índole, búsquedas con tintes verosímiles, artículos que ahondan en su supuesto “origen real”, constituyen, a todas luces, un auténtico fenómeno que trasciende lo meramente literario.
¿Hubiera surgido el Necronomicon de no haber existido El Rey de Amarillo? ¿Debe éste su fama a la arrolladora sombra lovecraftiana, o tiene, en sí mismo, tanta fuerza per se como el Necronomicon?
Estas cuestiones suenan mi mente. De lo que no cabe la menor duda, en cambio, es que nos hallamos ante dos de los mayores tesoros que un lector de terror puede disfrutar imaginando, pues, como es bien sabido, ninguno existió jamás... ¿o, tal vez sí?