Prosiguiendo con la clasificación del poeta José María
Parreño (iniciada en el artículo anterior), hallamos el tercer tipo de sombra:
*Importancia de la sombra como prueba de la humanidad de su dueño (e identidad funcional de
sombra e individuo, es decir, lo que le pasa a uno repercute en el otro).
La sombra se funde con su “dueño”, del que es tan inseparable y dependiente como cualquier órgano
“físico” de su cuerpo. He aquí algunos ejemplos antropológicos:
En las tradiciones procedentes
de la enorme franja entre Rumanía y las montañas caucásicas, se recurre a “enterrar
sombras” en los cimientos de una casa a fin de que esta sea (según la creencia
popular) más sólida y resistente. De Gales, surge la leyenda en que Fionn
mata a Cuirrech clavándole una lanza a su sombra. O una curiosa ley germánica
del Medievo, que infligía castigos a la sombra del condenado.
Esta idea encarnaba un sinfín de peligros que obligaban a proteger la sombra propia (como
una suerte de “esencia” que da vida al cuerpo y que, si sufre cualquier daño, repercutirá
irremisiblemente en aquel que la proyecta). En este sentido, es muy curiosa la
tradición china en los entierros, en los cuales la gente se cuidaba muy mucho
de que su sombra pudiera proyectarse en el interior del féretro cuando éste se cerraba;
los propios sepultureros, en tanto introducían en la fosa el ataúd, amarraban
su sombra al cuerpo con cintas de tela.
Por supuesto, además de una
defensa “material” (casi carnal), esta protección también ha estado vinculada a la magia.
Otra vertiente de la sombra es
su consideración como “equiparable, igual a su dueño” —lo cual nos sumerge en la
idea clásica del “doble” (no perderse la excelente antología a cargo de Juan Antonio
Molina Foix Alter ego, cuentos de dobles publicada por Siruela
en su colección Libros del tiempo, o el magnífico relato Onuphirus, verdadero compendio fantástico, escrito por Theophile
Gautier) —. El resultado puede ser, bien la simbiosis total, bien una especie
de prolongación de las facultades humanas.
A su vez, la sombra también
ofrece (entendida como “prolongación” de cualidades) un efecto protector,
beneficioso, cuyo ejemplo más significativo se cita en pasajes de la Biblia
como este: “El ángel le contestó y dijo: el Espíritu Santo vendrá sobre ti y la
virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra…” (Lucas 1, 35).
Por otra parte, la ausencia de
sombra siempre se ha asociado, por un lado, con seres fantásticos que carecen de
ella (hadas, ogros, elfos, el propio Diablo) y por otro, a humanos que,
mediante extrañas violaciones de las leyes naturales o pactos demoniacos, se
han desprendido de ella.
Uno de los símbolos más
interesantes al respecto es el vínculo de la sombra con el paso del tiempo, lo
que, automáticamente, convierte al que la pierde en un ser inmortal (Peter Pan,
eternamente niño, cuya sombra yace en un cajón).
En La mujer sin sombra, de
Hugo Von Hofmannsthal, la protagonista carece de sombra por ser hija de
Keikobad, rey de los espíritus. Cuando ésta decide ir en busca de su sombra, ha
de renunciar a su poder para sumirse en las limitaciones de la “miseria” humana.
Proyectar sombra equivale a ser humano, es decir, a ser imperfecto, defectuoso
y, en último término, “esclavo” de las leyes naturales.
* Comportamiento independiente
de sombra y cuerpo.
Esa “otra imagen”, ese ser que
es, a un mismo tiempo, proyección y antagonista, adversario y opuesto, alcanza
su cima literaria en el clásico El
doctor Jekill y Mr. Hyde, de Robert
Luis Stevenson. Otra memorable novela para no perderse, es El doble, de Dostoievski.
Criaturas engendradas por nosotros mismos, reflejo (como la
sombra) de aquellos demonios (evocando otra obra de Dostoievski) que todos albergamos en nuestro interior,
quizá esa parte inconsciente de la mente humana que está “en sombra” —como
señala Carl Jung—. ¿Acaso fue esa propia visión la que espantó a Juan sin
Miedo? (delicioso cuento anónimo).
Encarnación perfecta de esta
idea, curiosidad en las letras españolas, la novela corta titulada La sombra, de Benito Pérez Galdós, retrata
un personaje cuyos celos enfermizos acaban por dar vida a un enemigo mortal. O
el cuento El vendedor de sombras (a
modo de fábula oriental), de Cristina Fernández Cubas, que moraliza en torno a
aquellas personas que “se miran en su propia sombra”.
* Otras manifestaciones.
Al margen de estos cuatro
tipos señalados por José María Parreño, la sombra adquiere, además, otra morfología
más amplia o más difusa, según se exprese a través de la imaginación del escritor. La mítica
Tierra Media de Tolkien alberga al Balrog, un dios del mundo antiguo que es a la vez “la sombra y la llama”. O la lúgubre Mordor, “la tierra donde mueren
las sombras”.
Tampoco escapa a la imaginación
de H.P. Lovecraft este elemento natural, tornándose, bajo su genio cósmico, en algo inquietante, sugerente y espantoso,
como ocurre en su relato La sombra que huyó del chapitel.
La sombra, contrapeso de la luz, no sólo es una constante en la literatura
fantástica: es, además —y quizá ese sea su poder— el símbolo de un lado oscuro
y misterioso en el ser humano, certeza de la que ninguno de nosotros puede
escapar.