Un pueblo abandonado por sus habitantes, ruina y decadencia en derredor, recuerdos que la lluvia —la lluvia amarilla— diluye y desdibuja, confundiendo pasado y presente. Un tiempo inútil, en todo caso. Tan vano como el esfuerzo de su último habitante, Andrés, por mantener viva la llama de Ainielle, de su memoria, de sus gentes, de su lucha diaria por sobrevivir. Historias y vidas anónimas que parecen no importar ya a nadie, ni siquiera a aquellos que, años atrás, partieron de su seno.
Hogares invadidos ahora por la maleza, las zarzas y ortigas (sus nuevas
moradoras), arruinados por el abandono y los estragos del tiempo, los estragos
de la lluvia que cada otoño cubre de hojas amarillas la tierra y las almas,
la misma que, inexorablemente, destruye todo a su paso, aquella que envejece a
los hombres, que borra poco a poco, primero los perfiles más cercanos (un
tejado, un árbol, una calle) y, más tarde, cuando ya no hay remedio, cuando ya
no hay vuelta atrás, la propia memoria del hombre —también amarilla— y, con
ella, su frágil existencia.
Cuando se apaga la temblorosa
luz del día y caen las sombras sobre Ainielle —como si nunca fueran ya a
marcharse—, gravita entre los decrépitos escombros del pueblo un murmullo
gélido y misterioso, tan soterrado que apenas quiebra la quietud de las
tinieblas. Testigo de la ruina y el fin inevitable, Andrés de Casa Sosas, el
último habitante del pueblo, se enfrenta con ímprobo esfuerzo (baldío a todas luces), no
sólo a la muerte de Ainielle y su comarca, sino al ocaso de un modo de vivir que los años
y el olvido enterrarán para siempre.
Con cada crepúsculo, con cada
triste atardecida, Ainelle se llena de fantasmas que regresan —en realidad,
nunca se fueron— de las sombras. Ellos, los espectros, moran bajo un sórdido
paisaje de muros y maleza, deslizándose entre liquen y despojos. Algunos (los más
cercanos a Andrés), acuden todas las noches a sentarse en el escaño de la
única cocina que aún se mantiene tibia. Otros, jadean en cuartuchos largo
tiempo cerrados, repitiendo la misma macabra cadencia, los mismos estertores
que, aún en vida, fueron la antesala de su muerte. Esta presencia silente
acompaña, cada noche, entre la desazón y el escalofrío, a Andrés, quien, al
igual que ellos, contempla indefenso, cansado y rendido, el rostro de la muerte.
Y al fin, cuando ya ni
siquiera el montañero sepa que allí hubo una vez un pueblo, quizá entonces los
fantasmas de Ainielle descansen en paz.
Emotiva, intensa, trágica,
narrada en primera persona con pulso desgarrador —inolvidable monólogo de Andrés,
su protagonista—, la novela del escritor leonés Julio Llamazares La lluvia amarilla (1988), rezuma tanta
belleza como dramatismo, tal hondura como precisión léxica. A lo largo de esta
obra, Llamazares despliega una prosa poética sublime, portentosa, bellísima, lo
cual la sitúa, en mi opinión, entre las cimas literarias españolas del pasado
siglo XX.
Sólo desde el corazón —y,
obviamente, aunando talento y esfuerzo— es posible escribir como lo hace
Llamazares. Sólo desde el compromiso por el trabajo sincero, bien hecho,
despreocupado por el brillo de los premios, la fama o el éxito “social” (que,
como bien refleja en su novela El cielo
de Madrid, siempre es, en definitiva, vacuo y superfluo).
Hace cosa de un año, tuve la
ocasión de preguntar al propio Llamazares sobre “la honestidad en la literatura”.
Su respuesta no dejó lugar a dudas. Baste decir que su sinceridad constituye un
ejemplo para aquellos que, humilde y modestamente, disfrutamos de este oficio,
de este “arte de escribir”, sin más intención, sin otro ánimo que seguir
disfrutando con ello y, por supuesto, tratando de mejorar.
Honestidad, queridos lectores,
es La lluvia amarilla, y honesto, el
hombre que la escribió; aquél que quiso rendir homenaje a su propio pasado, al
legado de tantas generaciones, pues, como Andrés de Casa Sosas, Julio
Llamazares también nació en un pueblo que
ya no existe.
Parafraseando a Rubén Darío,
creo que este libro bien pudiera reflejar esta enseñanza: no saber adónde
vamos puede resultar, ciertamente, negativo; sin embargo, mucho peor es olvidar
de dónde venimos.
Y es que sin memoria,
simplemente, no somos.