Aún es otoño y, sin embargo, la noche se abate con aliento
de invierno prematuro. La luz de las farolas se espesa en una ligera bruma. Una
puerta se ha cerrado en las angostas callejas del barrio histórico. El eco de
unas suelas reverbera en avanzar apresurado contra el viejo empedrado. Alguien
como usted o como yo deambula por la calle de una ciudad cualquiera; una ciudad
de provincias, ni grande ni pequeña, donde todos se conocen más o menos. Alguien
camina deprisa, el corazón batiendo en las sienes, sin un rumbo definido en
apariencia. Sus pasos errabundos lo conducen a una plazoleta, a un paseo o un
parque cualquiera. Alguien corriente y prosaico callejea confundido entre las pocas
almas que a esa hora pululan por las arterias de la ciudad. La figura, anodina,
avanza enfundada en una cazadora de imitación, con las manos hundidas en los
bolsillos —esas manos grandes, de uñas rotas y filosas acostumbradas a
desgarrar, que nunca dejan de oler a pescado—, aferrando en su interior un
objeto que le da seguridad, que lo hace poderoso, con el que puede someter y
dar rienda a su instinto más salvaje. Un hombre joven, cejijunto, con una apariencia
tan común, tan vulgar, que hacen de él un simple rostro más diluido entre la
masa apresurada. El insomnio, los madrugones, el agotador trabajo de sol a sol,
el trato siempre amable con la clientela, con esa voz meliflua de chico
educado, de hijo ejemplar. «Qué, ¿a dar una vuelta?». Una vecina del portal lo
ve salir y piensa: «qué chico más formal». El hijo perfecto. La rutina lo
aplasta, lo empuja a abandonar algunas noches el nauseabundo seno familiar donde
no hay intimidad para masturbarse, para elevar el volumen de las películas porno
que ahora ve en su cuarto —descartado hace tiempo el salón— y abandonarse a los
jadeos, las succiones, las palabras impúdicas y groseras; imposible en el salón
con ese par de vejestorios danzando alrededor. Pero tampoco allí encuentra sosiego.
Ha puesto cerrojos en su alcoba y en el baño. Pero nada, no hay manera, no hay
un momento de paz. Cuando está a punto de correrse siempre hay algo que lo echa
todo a perder. Noche tras noche, siempre lo mismo. Otras veces conecta la radio
y escucha la voz dulce y seductora de una locutora en la lenta madrugada. «¡Puta!,
le espeta en voz alta mientras fuma y bebe con fruición clandestina». Sus
padres siempre al acecho, el viejo con los pulmones desechos, la vieja
plañidera, con la tele siempre puesta de la mañana a la noche, la caja destellando
en las pupilas que no prestan atención. La vacuidad insoportable de unos padres
decrépitos, imbuidos de una abulia permanente.
Alguien se dirige ahora a un bar, un bar cualquiera. Fuma y
fuma y busca el pelotazo de ron en la nuca, el impacto vivificante, la
excitación que lo consume. Dos tragos vacían la copa en la grasienta mezquindad
del bar. Las manos, sus manos, que él frota y refrota con agua casi hirviendo, siguen
oliendo a pescado, como una maldición. Hay en su conducta una suerte de repetición
exacta, de trance ya vivido que no mengua, sin embargo, su ansia devoradora, la
enorme calentura que le abulta en los vaqueros. Otra copa vaciada apenas en dos
tragos. Deja el billete arrugado y sudoroso, que también huele a pescado, sobre
el mostrador lleno de mugre. Otra vez el aire húmedo y fresco, el pálido
resuello de un otoño que se marchita. Y la luna. La luna llena, como la otra vez.
Todo igual. Todo una exacta repetición, como en un sueño ya soñado. Sin pensar,
sólo dejándose llevar por el deseo. Arde el alcohol en sus entrañas y lo empuja
hacia un portal, un portal cualquiera. La puerta está abierta; alguien entra en
el ascensor. Y él sube. Dos seres en un cubículo de apenas un metro cuadrado.
Todo casi igual, pequeñas diferencias, pero qué más da. Acaricia el objeto en
el fondo del bolsillo y siente que va a reventar. «¿A cuál va? Al último,
responde con voz suave».
En esa misma ciudad de provincias hay otro hombre que busca
unos ojos, que vive en la obsesión de hallar a ese otro, husmeando en las
calles como un sabueso, esperando el mínimo error, una pista, cualquier dato
que le ayude a atraparlo. Busca unos ojos y está seguro de que sólo con
verlos reconocerá las huellas del hombre que ha aterrorizado a la, hasta
hace bien poco, letárgica ciudad. Pero ese otro, ese alguien que vaga al amparo de la
luna llena, no es como usted o como yo. En sus ojos hay algo que lo hace
diferente. Una imagen congelada en la retina, un atroz secreto que sólo él conoce.
Los ojos de alguien corriente. Los ojos de un asesino.
Con humildad y profunda admiración, para Antonio Muñoz
Molina.