martes, 29 de junio de 2010

CONTRAPORTADA

Sartre creía que el infierno eran los demás. Y aunque hay días en que uno cree que no le faltaba razón, sólo hay que echar un vistazo a La náusea para comprender que él mismo, ocupado en departir en el Café de Flore y en fornicar con las parisinas de la época, llevaba dentro uno bastante notable; un infierno portátil, como una voz sibilante que acechara al oído con cierta frecuencia para recordarnos quiénes somos.
Sólo así puede entenderse la prosa atormentada de Poe o de Lovecraft, que parece haber sido destilada gota a gota, como si hubieran llevado a ebullición sus almas para hacerlas pasar por un alambique y separar la cordura y la bondad del viscoso licor del mal.
En esa tradición beben los cuentos de Eduardo Moreno, compartiendo ese licor malévolo en un macabro ritual. Sus personajes no tienen salvación posible; aunque sus cuerpos sigan en este mundo, sus almas pertenecen ya al otro, o quizás a ninguno. Se arrastran sin remedio hacia el abismo lastrados por un destino cruel, incapaces de olvidar lo que han hecho o presenciado, tan condenados como aquel Capitán Kurtz que Coppola vio en Conrad y que, consumido en la penumbra densa y sudorosa de la selva musitaba el nombre del horror...
Porque el horror, como la belleza, está en el ojo del que mira.

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