sábado, 12 de febrero de 2011

OSKAR PANIZZA, EL ALIENISTA INDOMABLE

A semejanza de uno de sus personajes, la vida de Oskar Panizza estuvo siempre marcada por la lucha contra el rígido, anodino y hostil mundo exterior. Rebelde, transgresor, sarcástico, su obra El concilio del amor (publicada en Zürich en 1894) desencadenó una represión sin precedentes en Alemania. La causa de esta persecución —estatal y familiar— fue su insólita e irreverente versión de la Trinidad cristiana. El drama acontece a finales del siglo XV. Ante los abusos del Papa Alejandro VI (Rodrigo Borgia) y su corte, un Dios decrépito, una Virgen María lasciva y un Jesucristo tísico deciden castigar a la humanidad enviándole la sífilis.

Panizza fue condenado a un año de prisión en una celda individual y a correr con los gastos de su estancia en la cárcel. De nada sirvió la grave enfermedad que padecía en las piernas ni el recurso que interpuso su abogado —que alegó “trastornos mentales”—, lo cual, lejos de ayudarle, influiría en su trágico futuro.

Sin embargo, cumplida la condena en Baviera (su ciudad natal) y exiliado en Zürich, el subversivo autor germano escribió dos nuevas versiones de esta obra —aún más incendiarias—. Como era de esperar, la recalcitrante Suiza halló el modo de expulsar a este “incómodo huésped”. Cada vez más acosado, Oskar trata de buscar refugio en Paris. Acuciado por la penuria económica, su vida en la capital francesa transcurre solitaria y penosa. Hasta aquí trató de llegar la censura que perseguía su figura desde Europa central.


El culmen de este acoso se produjo con la publicación de su poemario Parisjana (1906), que dio lugar a la confiscación de todos sus bienes.
Sin recursos, abatido y hastiado, regresa a Alemania para entregarse a las autoridades. Poco después los tribunales lo incapacitan aduciendo enfermedad mental. Como si fuera una caústica burla ideada por el propio Panizza, él, médico psiquiatra (profesión que dejó para entregarse a su pasión literaria), acabó sus días encerrado en un manicomio.

Los cuentos de Oskar Panizza, deudores de la tradición romántica alemana, siguen la estela de su admirado E.T.A. Hoffmann y del omnipresente Edgar Allan Poe. Suponen una de las contribuciones más admirables que hayan dado las letras germánicas a la literatura fantástica.

 
Dotado de un finísimo sentido del humor —tendente a lo sarcástico—, un marcado acento anticlerical y un excelso domino de la psique humana, sus historias son agudas, divertidas e inquietantes. Panizza juega con el lector narrando siempre en primera persona (como Poe, Maupassant o Hoffmann), insertando elementos “ambiguos” o “alucinatorios” en la percepción del protagonista que conducen irremisiblemente a la escisión de lo real.

La locura es el fantasma de una condena interior, un espanto del que no es posible huir. Asistimos a una pugna permanente entre el mundo íntimo (lleno de colorido) y el universo social (gris), tal como refleja en Fritz Corsés.

Panizza se muestra siempre crítico con la decadencia moral del hombre, idea que expone en relatos como el impactante La posada de la Trinidad (una especie de versión corta de El concilio del amor) o su anticipatorio La fábrica de hombres, que además de una honda reflexión ética, supone su incursión en el campo de la ciencia ficción.

Genio y locura suelen ir a menudo de la mano. Oskar Panizza fue un ser libre, combativo y apasionado. ¿Imaginan cómo debió sentirse aquel paciente cuerdo acorralado por una sociedad enferma?

miércoles, 2 de febrero de 2011

W.H. HODGSON, SEÑOR DE LOS OCÉANOS

Si hay un escritor en la historia que haya sabido conjugar la fantasía sobrenatural con el vasto universo marino, ése es, sin duda, William Hope Hodgson.
A los 14 años, la sed de aventura condujo al joven inglés a abandonar el colegio para enrolarse como grumete. Sin embargo, hubo de sobrevivir en medio de un mundo rudo, zafio y violento: los lobos de mar, “aquella chusma de tarugos náuticos”, marcarían hondamente su carácter. Para aquel chico menudo, inteligente, sensible y guapo, fue una lucha sin cuartel. Fruto de ello comenzó a ejercitar sus músculos hasta convertirse en un hombre de acero (clara similitud con Robert E. Howard). También se interesó por la fotografía, llegando a ser todo un experto (incluso montó su propio estudio a bordo). Sus instantáneas aún resultan sorprendentes.
Tras ocho años surcando los océanos del mundo, primero como aprendiz, y más tarde como oficial, hastiado de aquella “vida de perros”, Hodgson desembarca en tierra dejando para siempre la insondable compañía de las aguas.
A fin de ganarse la vida, decidió abrir un gimnasio. No obstante, el negocio no daba lo suficiente y se vio abocado a buscar otras alternativas. Suscrito a revistas de la época, escribe sus primeros artículos y da conferencias (sobre cultura física o temas marinos). Llega así la publicación de su primer relato fantástico en 1904. Al año siguiente aparece el cuento Un horror tropical en la prestigiosa revista The Grand Magazine, que incluía autores de la talla de Joseph Sheridan Le Fanu o H.G. Wells (al que Hodgson admiraba y a quien llegó a conocer personalmente). Desde entonces viviría consagrado a su trabajo literario.
¿Qué tienen de especial sus relatos ambientados en el mar? En mi opinión, su asombrosa fuerza y su incuestionable autenticidad. La capacidad del inglés para crear atmósferas opresivas, para envolver y sugerir horrores indecibles, o concebir todo tipo de criaturas monstruosas, alcanzan las cima del terror universal.
Muestra de ello son historias como Una voz en la noche, verdadera obra maestra que aúna tensión, dramatismo, sugerencia y horror (inspirando al autor pulp Philip M. Fisher a escribir una continuación —muy inferior— titulada La isla de los hongos); La nave abandonada, prodigio de ambiente angustioso en el que el orden natural se invierte, Demonios del mar, intensa y evocadora, o Desde el mar sin mareas, impactante y desgarrador relato cuyo final deja sin aliento.
Pero no todas sus historias son exclusivamente terroríficas: Hodgson también inserta con maestría dosis de aventura, humor, misterio o elementos detectivescos (uno de sus personajes más conocidos es Carnaki, “caza fantasmas” al estilo Jules de Grandin o John Silence). Precisamente el que aparezcan explicaciones pseudocientíficas o biológicas lo enmarca —según estudiosos como Rafael Llopis— en el “cuento materialista de terror”.
Mención aparte merecen sus novelas. La trilogía formada por Los botes del Glen Garrig, La casa en el confín de la tierra y Los piratas fantasmas constituyen, —sobre todo las dos últimas—, un portento del horror sobrenatural, lectura imprescindible para todo buen aficionado a la literatura fantástica.
Trascurría el año 1914. Instalado con su esposa Betty en Francia —más barata entonces que Inglaterra—, era el momento de mayor madurez literaria de Hodgson. Sin embargo, el estallido de la Primera Guerra Mundial cortó este fructífero periodo. William volvió a la patria para alistarse en el cuerpo de caballería (lo más lejos posible del mar). En 1917 regresa a Francia con su batallón. Finalmente, en abril de 1918, una granada alemana volatilizó su cuerpo, privándonos para siempre de uno de los mejores maestros que ha dado el género fantástico.
Aunque cerca estuvo varias veces, La Mar, esa Madre sobrecogedora, susurrante y primigenia, no pudo llevárselo a su seno. Ni un solo resto de aquel fornido hombre quedó para ser enterrado en el campo de batalla.
Me estremezco cada vez que leo las líneas que, poco antes de hallar su muerte, escribió a su madre desde las trincheras.

“Si sobrevivo y, de alguna manera puedo salir de aquí (y, por favor Dios, espero que así sea), qué libro podría escribir si mi “vieja” habilidad con la pluma no me ha abandonado”.