“Cuando Gregor
Samsa despertó una mañana de un sueño inquieto, se encontró en la cama
convertido en un monstruoso insecto”.
Acaso sea este
comienzo de relato el más universal y controvertido que haya dado la
literatura de todos los tiempos, tanto como lo es su propio creador, el checo Franz
Kafka.
La obra de
Kafka admite tantas lecturas como críticos se embarquen en la ardua tarea de
desentrañar sus misterios. Y es precisamente ese legado críptico, insólito,
ambiguo, extravagante, onírico, angustioso, irónico, intenso, conmovedor, el
que sigue fascinando a lectores y críticos de todo el mundo.
Al margen de
las múltiples interpretaciones que se han hecho entorno a su obra —hay para
todos los gustos—, lo que sí parece obvio es que a través de los escritos de
Kafka, contemplamos el reflejo de una forma única de “sentir” y “estar” en el
mundo. Miedos, luchas, complejos, anhelos, sufrimientos, denuncias, todo ello
se entremezcla en la compleja mente del autor, configurando un universo
personal y peculiar, tan influyente que ha dado lugar al uso del término
“kafkiano” para denominar situaciones “absurdamente complicadas o extrañas”.
Y es que Kafka
aúna en su proceso creativo técnica narrativa e ingeniosa originalidad. La
frontera entre lo terreno y lo ultra terreno desaparece bajo el poderoso
influjo del mundo onírico, verdadera piedra angular de muchos de sus relatos.
Quizá tenga algo que ver el hecho de que escribiera siempre durante las horas
nocturnas (sacrificando su salud, pues durante el día el trabajo lo absorbía de
tal modo que no le dejaba tiempo para escribir).
“Soy
extraordinario en ver los fantasmas de la noche en el desvalimiento y en la
confianza ciega del sueño, aunque también poseo la virtud de encontrármelos
simultáneamente en la realidad…”
Así sucede en
piezas memorables como La metamorfosis, Un médico rural o La
guarida, en los cuales Kafka muestra una asombrosa maestría para convertir
en “cotidianos” hechos extraordinarios e inexplicables.
Otro elemento
presente en muchos de sus cuentos —y que contrasta vivamente con su imagen de
hombre triste y taciturno— es el sentido del humor, expresado mediante una
ironía deliciosa, como en Informe para una academia, o Blumfeld, un
soltero de cierta edad. En un pasaje afirma lo siguiente: “Por
naturaleza siempre estamos próximos a reírnos; a pesar de todas las miserias de
nuestra vida, siempre tenemos a punto una ligera sonrisa…”
No parece
suceder lo mismo en sus novelas, escritas en tono más grave. A excepción de
América (nombre que se debe a su amigo y editor Max Brod, pues Kafka la
tituló El olvidado), algo más desenfadada, tanto en El castillo
como en El proceso dominan las atmósferas opresivas y angustiosas,
entornos donde el hombre es víctima de los avatares sociales más absurdos e
incomprensibles.
Quizá, del
mismo modo que la vida no está hecha para ser entendida sino para ser vivida,
la obra de Kafka no fuera escrita para ser analizada, sino sentida y, sobre
todo, disfrutada.
En una carta
dirigida a Felice Bauer —con quien mantuvo una compleja relación amorosa que
nunca cuajó en matrimonio—, escribió, a propósito de La condena (su
trabajo más querido y apreciado):
“¿Encuentras
algún sentido en La condena, algo coherente, consecuente? Yo no lo encuentro y
no puedo explicar nada”.
Tal vez
estemos cegados de espesura y no apreciemos el maravilloso bosque que, a
menudo, nos rodea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario