lunes, 18 de abril de 2011

EL ESCARABAJO DE PRAGA

 


“Cuando Gregor Samsa despertó una mañana de un sueño inquieto, se encontró en la cama convertido en un monstruoso insecto”.
Acaso sea este comienzo de relato el más universal y controvertido que haya dado la literatura de todos los tiempos, tanto como lo es su propio creador, el checo Franz Kafka.
La obra de Kafka admite tantas lecturas como críticos se embarquen en la ardua tarea de desentrañar sus misterios. Y es precisamente ese legado críptico, insólito, ambiguo, extravagante, onírico, angustioso, irónico, intenso, conmovedor, el que sigue fascinando a lectores y críticos de todo el mundo.
Al margen de las múltiples interpretaciones que se han hecho entorno a su obra —hay para todos los gustos—, lo que sí parece obvio es que a través de los escritos de Kafka, contemplamos el reflejo de una forma única de “sentir” y “estar” en el mundo. Miedos, luchas, complejos, anhelos, sufrimientos, denuncias, todo ello se entremezcla en la compleja mente del autor, configurando un universo personal y peculiar, tan influyente que ha dado lugar al uso del término “kafkiano” para denominar situaciones “absurdamente complicadas o extrañas”.
Y es que Kafka aúna en su proceso creativo técnica narrativa e ingeniosa originalidad. La frontera entre lo terreno y lo ultra terreno desaparece bajo el poderoso influjo del mundo onírico, verdadera piedra angular de muchos de sus relatos. Quizá tenga algo que ver el hecho de que escribiera siempre durante las horas nocturnas (sacrificando su salud, pues durante el día el trabajo lo absorbía de tal modo que no le dejaba tiempo para escribir).
“Soy extraordinario en ver los fantasmas de la noche en el desvalimiento y en la confianza ciega del sueño, aunque también poseo la virtud de encontrármelos simultáneamente en la realidad…”
Así sucede en piezas memorables como La metamorfosis, Un médico rural o La guarida, en los cuales Kafka muestra una asombrosa maestría para convertir en “cotidianos” hechos extraordinarios e inexplicables.
Otro elemento presente en muchos de sus cuentos —y que contrasta vivamente con su imagen de hombre triste y taciturno— es el sentido del humor, expresado mediante una ironía deliciosa, como en Informe para una academia, o Blumfeld, un soltero de cierta edad. En un pasaje afirma lo siguiente: “Por naturaleza siempre estamos próximos a reírnos; a pesar de todas las miserias de nuestra vida, siempre tenemos a punto una ligera sonrisa…”
No parece suceder lo mismo en sus novelas, escritas en tono más grave. A excepción de América (nombre que se debe a su amigo y editor Max Brod, pues Kafka la tituló El olvidado), algo más desenfadada, tanto en El castillo como en El proceso dominan las atmósferas opresivas y angustiosas, entornos donde el hombre es víctima de los avatares sociales más absurdos e incomprensibles.
Quizá, del mismo modo que la vida no está hecha para ser entendida sino para ser vivida, la obra de Kafka no fuera escrita para ser analizada, sino sentida y, sobre todo, disfrutada.
En una carta dirigida a Felice Bauer —con quien mantuvo una compleja relación amorosa que nunca cuajó en matrimonio—, escribió, a propósito de La condena (su trabajo más querido y apreciado):
“¿Encuentras algún sentido en La condena, algo coherente, consecuente? Yo no lo encuentro y no puedo explicar nada”.
Tal vez estemos cegados de espesura y no apreciemos el maravilloso bosque que, a menudo, nos rodea.










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