viernes, 29 de abril de 2011

APUNTES DEL SUBSUELO

Permítanme, señores, hacerles una vergonzosa confesión. Yo, que, en su día, estudié psicología, yo, que he tenido la ocasión de ejercer a intervalos irregulares esta “extraña ciencia”—a veces incluso con honroso resultado—, yo, digo, soy incapaz de leer dos líneas seguidas de cualquier manual o libro “especializado” sin proferir un bostezo monumental. El mero hecho de acercarme hasta un estante —casi siempre de un blanco “quirofanesco”— en cuya parte superior reza: “Psicología”, “Ciencias sociales”, “Ciencias de la salud”, o como diablos quieran rotularla, me produce una fatiga insoportable. Por así decirlo, me agoto con sólo echar un vistazo a las repisas atestadas; es como una montaña que quisiera engullirme. Les ruego, señores, consideren estos extravíos propios de un alma confusa, aturdida y, desde luego, poco práctica. Lejos de mi intención causar la menor ofensa a mis colegas, pues, como dije al principio, esta declaración me sonroja.


Pero hete aquí una curiosa paradoja: si alguna vez alguien me pidiera opinión sobre la materia en cuestión, no dudaría ni un segundo; mi respuesta sería rápida e inequívoca: “Si quieres saber algo de la psique humana, lee cualquier obra de Fiódor Dostoyevski”.

Nunca antes un escritor se había sumergido de modo más sincero, hondo, admirable y universal en la mente del hombre. El grado en que Dostoyevski capta, comprende, perfila, define y trasmite conductas, emociones, razonamientos, o contradicciones humanas, no tienen parangón en la literatura, y dejarán una profunda huella en figuras posteriores de la talla de Franz Kafka, Sigmund Freud, Friedrich Nietzsche, Albert Camus o Miguel de Unamuno (por citar sólo algunos).

Tal es la maestría con la que refleja el alma de sus personajes que éstos palpitan en sus escritos, dotados de asombrosa vida propia. Muestra evidente son sus inolvidables Rodion Raskolnikov (Crimen y Castigo) o Lev Nikoláyevich Mishkin (El idiota).

Si en León Tolstoi —otro genio universal ruso— prevalece la “arquitectura literaria”, el diseño de un universo completo y el retrato coral e incomparable de sus múltiples habitantes, Dostoyevski centra la acción en torno al complejo mundo interior de sus protagonistas, cuya personalidad describe hasta el más mínimo detalle. Así como el primero retrata como nadie la aristocracia y la nobleza, el segundo nos ofrece una visión incomparable de las gentes más pobres y miserables de su tiempo.

La vida de Dostoyevski, plagada por toda clase de avatares e infortunios, parece entresacada de una de sus grandes novelas. Un padre de carácter brutal, deudas de juego, epilepsia, depresiones, asma, condena a muerte conmutada poco antes de la ejecución, cuatro años en Siberia, éxito efímero con su primera obra Pobres gentes, fracasos literarios, pérdida temprana de dos hijos, la muerte el mismo año de su esposa y su hermano, y el reconocimiento final, marcaron la existencia uno de los mayores genios que haya dado la literatura universal.

De toda su impresionante obra, quizá el relato más desgarrador, sorprendente, profundo y rompedor, sea Apuntes del Subsuelo. En él, Dostoyevski disecciona la psique del protagonista, ejemplo del “antihéroe”, un “hombre subterráneo” que escribe sus memorias encerrado en el subsuelo y que no deja “títere con cabeza”, criticando ferozmente la hipocresía de románticos y racionalistas. Un ser que despierta en el lector los sentimientos más ambiguos.
¿Se trata un enfermo? ¿Un loco? ¿Un resentido? ¿Un envidioso? ¿El más sincero de los hombres?

Quizá esta frase nos ofrezca una alguna respuesta:
 

“Les juro, señores, que tener una conciencia sobradamente sensible es una enfermedad, una verdadera y auténtica enfermedad. Para la vida humana común y corriente basta y sobra con una conciencia ordinaria, o sea, con la mitad o la cuarta parte de la porción que le ha tocado al hombre culto de nuestro malhadado siglo XIX”.

Mediten sobre ello.

lunes, 18 de abril de 2011

EL ESCARABAJO DE PRAGA

 


“Cuando Gregor Samsa despertó una mañana de un sueño inquieto, se encontró en la cama convertido en un monstruoso insecto”.
Acaso sea este comienzo de relato el más universal y controvertido que haya dado la literatura de todos los tiempos, tanto como lo es su propio creador, el checo Franz Kafka.
La obra de Kafka admite tantas lecturas como críticos se embarquen en la ardua tarea de desentrañar sus misterios. Y es precisamente ese legado críptico, insólito, ambiguo, extravagante, onírico, angustioso, irónico, intenso, conmovedor, el que sigue fascinando a lectores y críticos de todo el mundo.
Al margen de las múltiples interpretaciones que se han hecho entorno a su obra —hay para todos los gustos—, lo que sí parece obvio es que a través de los escritos de Kafka, contemplamos el reflejo de una forma única de “sentir” y “estar” en el mundo. Miedos, luchas, complejos, anhelos, sufrimientos, denuncias, todo ello se entremezcla en la compleja mente del autor, configurando un universo personal y peculiar, tan influyente que ha dado lugar al uso del término “kafkiano” para denominar situaciones “absurdamente complicadas o extrañas”.
Y es que Kafka aúna en su proceso creativo técnica narrativa e ingeniosa originalidad. La frontera entre lo terreno y lo ultra terreno desaparece bajo el poderoso influjo del mundo onírico, verdadera piedra angular de muchos de sus relatos. Quizá tenga algo que ver el hecho de que escribiera siempre durante las horas nocturnas (sacrificando su salud, pues durante el día el trabajo lo absorbía de tal modo que no le dejaba tiempo para escribir).
“Soy extraordinario en ver los fantasmas de la noche en el desvalimiento y en la confianza ciega del sueño, aunque también poseo la virtud de encontrármelos simultáneamente en la realidad…”
Así sucede en piezas memorables como La metamorfosis, Un médico rural o La guarida, en los cuales Kafka muestra una asombrosa maestría para convertir en “cotidianos” hechos extraordinarios e inexplicables.
Otro elemento presente en muchos de sus cuentos —y que contrasta vivamente con su imagen de hombre triste y taciturno— es el sentido del humor, expresado mediante una ironía deliciosa, como en Informe para una academia, o Blumfeld, un soltero de cierta edad. En un pasaje afirma lo siguiente: “Por naturaleza siempre estamos próximos a reírnos; a pesar de todas las miserias de nuestra vida, siempre tenemos a punto una ligera sonrisa…”
No parece suceder lo mismo en sus novelas, escritas en tono más grave. A excepción de América (nombre que se debe a su amigo y editor Max Brod, pues Kafka la tituló El olvidado), algo más desenfadada, tanto en El castillo como en El proceso dominan las atmósferas opresivas y angustiosas, entornos donde el hombre es víctima de los avatares sociales más absurdos e incomprensibles.
Quizá, del mismo modo que la vida no está hecha para ser entendida sino para ser vivida, la obra de Kafka no fuera escrita para ser analizada, sino sentida y, sobre todo, disfrutada.
En una carta dirigida a Felice Bauer —con quien mantuvo una compleja relación amorosa que nunca cuajó en matrimonio—, escribió, a propósito de La condena (su trabajo más querido y apreciado):
“¿Encuentras algún sentido en La condena, algo coherente, consecuente? Yo no lo encuentro y no puedo explicar nada”.
Tal vez estemos cegados de espesura y no apreciemos el maravilloso bosque que, a menudo, nos rodea.