miércoles, 3 de octubre de 2012

HORACIO QUIROGA, LA CIMA DEL CUENTO MACABRO

 
Si alguien se detiene, siquiera un momento, a ojear cualquier fotografía de Horacio Quiroga (1878-1937), topará en seguida con dos ojos penetrantes; y, a poco que se fije, apreciará la carga de pesar que emana de ellos. Difícil no estremecerse ante una mirada así; difícil no preguntarse a qué tanta tristeza.

            Y si, guiados por la curiosidad, decidiéramos ahondar tras ese espejo cristalino, descubriríamos bien pronto que la vida de este escritor uruguayo estuvo marcada desde su más tierna infancia por una suerte de nefasta Fatalidad que, paradójicamente, inspiraría algunos de sus mejores relatos.

            A la muerte de su padre en un accidente de caza (cuando sólo tenía tres meses), le suceden, ya adulto, primero, el suicido de su padrastro —que sufre una terrible parálisis general—; después, un trágico accidente de caza en que Quiroga acaba con la vida de su mejor amigo, más tarde, la muerte de su esposa tras ingerir una dosis letal de cloruro de mercurio (previa discusión conyugal), y, como rúbrica a esta serie de desgracias, ausentes sus hijos y abandonado por su segunda mujer, su propio suicidio con cianuro tras serle detectado un cáncer incurable.

            Si a todo ello le añadimos su extraordinaria sensibilidad (acorde al soñador romántico que latía en su alma) y un carácter indomable —que chocó abiertamente con la mojigatería propia de la sociedad burguesa del Montevideo de principios del siglo XX— hallaremos las claves que, a un mismo tiempo, esconde y revela su grave mirada.

            Por ello, no es de extrañar el fuerte vínculo emocional que le unió desde la adolescencia con su gran «maestro» Edgar Allan Poe.

Sin embargo, a diferencia de otros seguidores —de los tantos que ha tenido a lo largo de la historia el gran poeta de Baltimore— Quiroga perfeccionó el cuento macabro hasta cimas asombrosas, convirtiéndose, según mi criterio, en indiscutible maestro del «golpe de efecto», a la altura de genios como el propio Poe o Guy de Maupassant (otra de sus grandes referencias literarias).

Conocido sobre todo por sus deliciosos cuentos de la selva (deudores de su admirado Rudyard Kipling, influjo imprescindible en su obra), e inspirados en la tradición oral y en su estancia en la región argentina de Misiones —selva  situada en el corazón de la América virgen y salvaje de la época—, su magnífica contribución a la literatura de terror ha quedado relegada, salvo honrosas excepciones, a un injusto segundo plano.

Horacio Quiroga —imbuido de su propia existencia atormentada por la culpa— maneja como nadie el complejo universo de la alucinación, la angustia, la obsesión, el fatalismo, la venganza y la locura. Sus cuentos son auténticas joyas del mejor horror macabro, despertando en el lector una zozobra que va in crescendo, para, finalmente, concluir con «hachazos» estremecedores. Relatos como El hijo —quizá el cuento más impactante que he leído en mi vida—, La lengua, El almohadón de pluma, La gallina degollada, El yaciyateré, Los guantes de goma, La miel silvestre o Las rayas, por citar sólo algunos, ilustran a la perfección el despliegue de talento y el dominio de la narración breve que alcanzó el autor uruguayo.

Menos conocidas, pero igualmente soberbias, son sus novelas cortas (o relatos largos, según se prefiera), urdidas con venenosa maestría, de corte folletinesco, al estilo de los pulp americanos, de entre los cuales sobresalen El hombre artificial (que fusiona magistralmente el terror más atroz y la ciencia ficción), El mono que asesinó, Las fieras cómplices y El devorador de hombres.

El propio Quiroga plasma su visión del cuento en su Decálogo del Perfecto Cuentista, compendio resumido de las claves que, a su juicio, ha de tener toda narración breve (espléndida fuente de aprendizaje para aquellos que aspiramos a seguir su legado).

Extraigo, a modo de conclusión, dos consejos del mismo:

Cree en un maestro —Poe, Maupassant, Kipling, Chejov (aquí incluyo QUIROGA)— como en Dios mismo.

Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en dominarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.

Por mi parte, siempre he creído un deber reivindicar la figura de Horacio Quiroga, al que admiro profundamente, y cuyo «influjo macabro» sigue fluyendo, intacto, por mis venas literarias.