jueves, 20 de octubre de 2011

EL GOLEM

“¿Y si la vida en nosotros no fuera más que un enigmático remolino de aire?... ¿Quién puede decir que sabe algo sobre el Golem?”.
¿Acaso existe una respuesta satisfactoria para tales cuestiones? ¿No sucede que al tratar de arrojar un poco de luz caemos sin remedio en nuevas y oscuras interrogantes?

Dudas que lanzan al vacío más y más preguntas. Un misterio tenebroso más allá de la leyenda, donde viven enlazados el terror cíclico —que retorna cada 33 años—, la magia de la Cábala ancestral, las pasiones más exacerbadas, una lúgubre y mísera existencia en un sombrío escenario: el ghetto judío de Praga, la calle Hahnpass, y, por último, la horda de inquilinos que pululan entre sus sórdidos entresijos.

La atmósfera de la primera novela de Gustav Meyrink (1868-1932 )—El Golem— nos ofrece un verdadero compendio de la originalidad que atesoran sus relatos, aquella que le confiere una personalidad única e irrepetible, de gran calado en escritores posteriores —especialmente de lengua alemana— como Kafka, y que hoy día sigue seduciendo a lectores de todo el mundo.

La fascinante e inmortal obra de Meyrink (publicada en 1915) —cuya edición alcanzó la nada desdeñable cifra de 145.000 ejemplares vendidos entre 1915 y 1916—está envuelta en un ambiente inquietante, nebuloso, onírico, misterioso, enigmático, lóbrego y cautivador. Pocos autores han sido capaces de lograr un ensamblaje tan perfecto y sugerente entre sueño, pesadilla y realidad (excepción del otro gran “maestro de lo nebuloso”, Walter de la Mare).

El laberinto narrativo, el desdoblamiento del protagonista, impredecible, caótico en ocasiones, el enigma de un pasado inescrutable, apenas difuminado, la aparición del espectral Golem, todo se articula con una maestría excepcional, desconcertando y atrapando a un mismo tiempo, cautivando a todo aquél que se adentre en sus misteriosas páginas.
La fusión entre pasado y presente se pone de relieve a través del juego de tiempos verbales y una extraña “dualidad”, recurso que alcanzará su cima en otra de sus grandes novelas: “El ángel de la ventana de Occidente”, donde la franja del tiempo queda definitivamente diluida (evocando la idea lovecraftiana del “tiempo lineal” —aunque H.P. Lovecraft en su ensayo El horror en la literatura no cita este aspecto, sino la importancia del oscuro folklore judío de El Golem).

Muchas fueron las vicisitudes, ciertamente novelescas, que acontecieron en la azarosa vida de Gustav Meyrink, comenzando por su propio nacimiento en Viena —hijo ilegítimo de un importante barón y una actriz de segunda fila, continuando con su periplo por varias ciudades alemanas hasta arribar a Praga a los 15 años de edad. Allí, contrajo matrimonio con la hija de un banquero y, años más tarde, llegó a dirigir la entidad financiera.
Pero Meyrink, lejos de ser un espíritu acomodaticio, poseía una personalidad verdaderamente magnética y arrolladora: amante de la noche, cultivador de cuerpo y mente (drogas incluidas), entusiasta del ocultismo, consumado duelista —con un exacerbado sentido del honor—, erudito en las artes ocultas (ocultismo, alquimia, espiritismo), se convirtió en un personaje tan temido como odiado en la Praga de la época.

Con estas credenciales, era cuestión de tiempo que sus enemigos actuaran. Una ignominiosa confabulación lo llevó al banquillo acusado de desfalco y, aunque tiempo después se demostró su inocencia, económica y socialmente quedó arruinado.
Obligado a abandonar la que había sido su ciudad durante veinte años, se refugió en la literatura, medio precario de vida, pero también, universo ideal para canalizar sus vastos conocimientos, así como su espíritu crítico, indomable y satírico.

Al margen de las novelas ya citadas, escribió dos colecciones de cuentos: Historias de alquimistas y Murciélagos, entre las cuales se encuentran auténticas joyas de lo macabro, relatos que ponen los pelos de punta como El Albino o El Maestre Leonardo.

Semejante a sus personajes, Meyrink ha desafiado los límites del tiempo: sólo hay que echar un vistazo a su lápida para comprobar que, en efecto, fue un genial clarividente.

En el epitafio de su tumba reza esculpido este lema: “Vivo”.

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