viernes, 6 de septiembre de 2013

LA POÉTICA DEL ESCALOFRÍO


España, 1963. Años de penumbra, de lento amanecer libertario. Autores —sociedad en su conjunto— que viven bajo el implacable yugo de la censura no sólo artística, sino de cualquier orden no sometido a los dictados del Régimen. Dominio ejercido con mano férrea y despiadada, cuño inconfundible del poder totalitario. En esta realidad socio política de tonos grises, un dramaturgo rebelde, abiertamente antifascista, decide adentrarse —de forma casi inaudita a tenor de aquel contexto histórico— en los obscuros laberintos de la literatura fantástica y, más abiertamente, en la exploración de esa realidad invisible que subyace en el terror.

            Un año después, veía la luz la primera edición de Las noches lúgubres (Editorial Horizonte, 1964) del madrileño Alfonso Sastre. Edición que, como es natural, fue cercenada por los múltiples tijeretazos de la censura.

No sería hasta 1973 cuando apareció por vez primera la edición completa de esta obra (Biblioteca Júcar, Madrid), que, un trienio más tarde, obtuvo el Premio Viareggio para Literatura Extranjera, siendo traducida y publicada en italiano en el año 1976. Ya en la década de los 80, el libro se incluyó en la «Biblioteca de Terror» de Ediciones Forum (Barcelona) y Valdemar publicó su primera parte, Las noches del Espíritu Santo (Madrid, 1989) en su colección Tiempo Cero. También son diversas las antologías de literatura fantástica que a lo largo del tiempo han recogido alguno de los cuentos incluidos en Las células del terror, tercera y última parte de la novela.

Pero si hay algo que convierte esta obra en una pieza maestra de la fantasía es, amén del talento narrativo de su autor, el tratamiento que éste hace del horror, pues, rompiendo la ortodoxia —él mismo tilda el libro de «excursión o experimento»—, sazona deliciosas dosis de humor en cada una de sus páginas con la maestría propia de Valle-Inclán. Y este ingrediente (tan aparentemente paradójico que causa en el lector la sonrisa y hasta la franca carcajada) es inyectado por Sastre sin que la historia pierda ni un ápice de su esencia inquietante, de esa atmósfera opresiva y turbadora que envuelve cada una de sus historias de principio a fin.

Concitados en un carrusel delirante, los mitos clásicos del folklore terrorífico confluyen en medio de un paisaje urbano, cercano, tendente a lo sórdido, pero, sobre todo, reconocible y real: la presencia invisible, la vivencia anticipada del futuro, vampirismo, licantropía, apocalipsis, resurrección de los muertos, alteración espacio-tiempo… temas que se imbrican en una trabazón grotesca, siniestra, asombrosa, cruda, divertida, espeluznante, perfectamente engranada. Alfonso Sastre se revela un auténtico maestro en el retrato descriptivo de los bajos fondos (enlodándose sin rubor en las «cloacas sociales») y, asimismo, en la cohorte de estragos sintomatológicos causados por la embriaguez, cuya plétora de detalles introspectivos resulta a todas luces magistral —digna, me atrevo a sugerir, del mismo Dostoievski—. 

Quizá enervando a los puristas (no digamos ya a la censura), y, desde luego, con una conciencia reivindicativa que va más allá de la simple ficción terrorífica, Las noches lúgubres quiso —mensaje vigente hoy día— espolear la imaginación de los escritores realistas de su tiempo (imaginación entendida como «sentido de libertad»), precisamente como válvula de escape frente a una coyuntura social y política que aliena, que empobrece, que cercena todo atisbo imaginario. En suma, una forma de protesta jocosa, lúcida y brillante.

            Sin embargo, Sastre no se detuvo ahí. Ya desde su edición inaugural en los sesenta, el autor anunció a los lectores (que los tuvo) su intención de escribir una segunda parte del libro; secuela que se fue demorando en el tiempo y que obligó al escritor a disculparse, mediante notas, en las sucesivas ediciones que iban apareciendo, pues no lograba cristalizar las prometidas «Nuevas Noches Lúgubres».

Hubo que esperar al año 1982 para que los seguidores de Sastre y su rompedora creación fantástica pudieran hacerse con un ejemplar de El lugar del crimen (Argos Vergara), titulo elegido para la segunda entrega.

Tres son, también, las noches que componen esta nueva novela. Tres escenarios diferentes (California, Madrid-Barcelona y el País Vasco) y el mismo denominador común, imbuidos todos ellos de un cariz especialmente siniestro; no en vano, Sastre subtitula esta segunda parte con el término «Unheimlich» (siniestro). Pese a no alcanzar, en mi opinión, el nivel de la primera, El lugar del crimen tiene pasajes absolutamente memorables, en los cuales el autor hace gala de un portentoso manejo de lo horripilante, desbordando fabulación terrorífica por los cuatro costados.

A medida que avanza la lectura, la novela se hace más y más enrevesada, disparatada y surrealista. El lector se ve a merced de un caótico alud de colosal barroquismo narrativo que, sobre todo en su último acto, alcanza un clímax de alucinación apabullante. Como el propio Sastre apunta en su epílogo, «esta historia de horror ha de resultar a los ojos de un lector mesurado un espectáculo barroco de difícil lectura».

Rescatar, releer este clásico de la ficción terrorífica española es, aparte de un deleite literario, un deber casi moral. Que lo disfruten. Y que las noches sigan siendo lúgubres por siempre.




2 comentarios:

  1. Buenos días Eduardo:

    Me llama la atención el que engranaje de diversión con lo espeluznante.
    Sobre la segunda parte, tal vez los lectores tengan su propia segunda parte en su imaginación o deseo por que haya una obra que retome la energía oscura de esta novela.
    Más allá de géneros, no es mi favorito el terror, está el mensaje consustancial o circunstancial de la obra. Y cuando se da con calidad, da igual el traje más o menos pardo que tome. En este caso y gracias a tu artículo se aprecia esa calidad buscada.
    Por mi parte, traigo el fuego en palabras para aportar ese contraste alentador en las noches lúgubres. Felicidades por el artículo.
    Hasta luego y saludos cordiales

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  2. Muchas gracias por tu comentario. En efecto, de entrada puede resultar paradójico combinar terror y humor, sin embargo, cuando se hace con maestría el resultado es francamente interesante (un ejemplo cercano en este sentido es el escritor albaceteño Alberto López Aroca). Comparto tu visión de la calidad como eje fundamental de la obra literaria (al menos como aspiración). Tu fuego es muy bien recibido, Mercurio.
    Un saludo cordial.

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